Más allá de una simple declaración lírica: el derecho a que se respete la cosa juzgada y se ejecuten las decisiones judiciales.
El proceso judicial es habitualmente percibido como un trámite lento y engorroso, al que nadie en su sano juicio desearía someterse por voluntad propia. No obstante, todos los días los despachos judiciales reciben torres de papel compuestas de las nuevas demandas ingresadas. ¿Cómo se explica esta aparente contradicción de la naturaleza humana?
Ocurre que “el proceso por el proceso no existe” (Couture, 1958, p. 145), ya que todo ciudadano que inicia un proceso lo hace con la mira puesta en que se materialice el derecho que reclama. Es en esa línea que el profesor Marinoni (2015) indica acertadamente lo siguiente:
El derecho fundamental de acción no se destina a una sentencia de mérito, sino a la tutela prometida por el derecho material. El jurisdiccionado debe tener la posibilidad de alcanzar, mediante el ejercicio de la acción, la tutela que garantice o restablezca, en la medida de lo posible, el derecho material. Esa tutela debe ser efectiva y prestada en un plazo razonable, lo que significa que el Estado tiene el deber de prestar la tutela jurisdiccional de modo efectivo y tempestivo. (p. 133)
En efecto, al ciudadano litigante poco le interesará el desarrollo del proceso o la solidez de los fundamentos de la sentencia: “De nada servirían al ciudadano unas excelentes resoluciones judiciales que no se llevaran a la práctica” (Chamorro, 1994, p. 276). Por el contrario, lo que el ciudadano reclama es la tutela que el Estado le ha prometido al proscribir –con sanción penal inclusive– la justicia por mano propia.
Dicho en otras palabras, la tutela que dispensan los órganos jurisdiccionales no se agota en la determinación del derecho aplicable con la sentencia, sino que –de declararse fundada la demanda– requiere de la efectividad del pronunciamiento para ser satisfecha.
Si bien la Constitución peruana no reconoce expresamente en su artículo 139°, inciso 3, el carácter “efectivo” de la tutela jurisdiccional, el Tribunal Constitucional ha determinado que la efectividad es un elemento consustancial a la tutela jurisdiccional y, además, se deriva del derecho al recurso efectivo reconocido por el artículo 8° de la Declaración Universal de Derechos Humanos y por el artículo 25°, numeral 1, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
¿Qué implica dicha efectividad? El profesor Picó i Junoy (2012) le otorga un triple contenido: la inmodificabilidad de las decisiones, la posibilidad de solicitar medidas cautelares y la ejecución de las resoluciones firmes. Para fines del presente comentario, desarrollaremos la primera y la tercera.
El derecho a que se respeten las decisiones firmes: la garantía de la cosa juzgada
El artículo 139, incisos 2 y 13, de la Constitución expresamente reconoce la prohibición de dejar sin efecto resoluciones que han pasado en autoridad de cosa juzgada y la prohibición de revivir procesos fenecidos entre los principios y derechos de la función jurisdiccional.
La doctrina tradicional ha considerado que la cosa juzgada despliega tres efectos respecto de la resolución sobre la que recae: la inimpugnabilidad, consistente en la imposibilidad de cualquier ataque posterior para la revisión de la misma materia; la inmutabilidad, consistente en la imposibilidad de que otra autoridad altere los términos de la decisión; y la coercibilidad, consistente en la posibilidad de que la decisión sea ejecutada forzosamente (Couture, 1958, p. 402).
Sin embargo, a decir del maestro Liebman (1946), la autoridad de cosa juzgada se distingue primordialmente por la “inmutabilidad del mandato que nace de una sentencia” (p. 71), toda vez que los otros elementos (inimpugnabilidad y coercibilidad) se predican incluso de otras resoluciones que no revisten autoridad de cosa juzgada. Ello no pasa por alto que la inimpugnabilidad y la coercibilidad también sean característicos de las resoluciones que han adquirido la autoridad de cosa juzgada: sencillamente reconoce que no son privativos de tales resoluciones.
El Tribunal Constitucional colocó inicialmente el énfasis sobre la inmutabilidad en la sentencia del Expediente N° 00818-2000-AA/TC. En dicha oportunidad, se determinó que la cosa juzgada constituye un principio que rige la función jurisdiccional “por cuya virtud ninguna autoridad –ni siquiera jurisdiccional- puede dejar sin efecto resoluciones que hayan adquirido el carácter de firmes” incluso si la autoridad que la dictó las estimara luego contrarias a la legalidad y, a la misma vez, un derecho subjetivo “que garantiza a los que han tenido la condición de partes en un proceso judicial, que las resoluciones dictadas en dicha sede, y que hayan adquirido el carácter de firmes, no puedan ser alteradas o modificadas”.
Posteriormente, en la sentencia del Expediente N° 01279-2003-HC/TC, el Tribunal Constitucional hizo referencia además al elemento de coercibilidad, al señalar que la garantía de la cosa juzgada “se concreta en el derecho que corresponde a todo ciudadano, de que las resoluciones judiciales sean ejecutadas o alcancen su plena eficacia en los propios términos en que fueron dictadas, esto es, respetando la firmeza e intangibilidad de las situaciones jurídicas allí declaradas”. Es pertinente reiterar que no es erróneo introducir este elemento, toda vez que la coercibilidad es, en efecto, una característica de las decisiones que han adquirido la autoridad de la cosa juzgada; no obstante, como se desarrolla más adelante, resulta útil distinguir el derecho a la ejecución de las decisiones judiciales por la existencia de resoluciones ejecutables que no ostentan tal calidad.
En la sentencia del Expediente N° 04587-2004-AA/TC, el Tribunal Constitucional agregó el elemento de inimpugnabilidad, al definir el derecho a que se respete una resolución que ha adquirido la autoridad de cosa juzgada como aquel que “garantiza el derecho de todo justiciable, en primer lugar, a que las resoluciones que hayan puesto fin al proceso judicial no puedan ser recurridas mediante medios impugnatorios, (…); y, en segundo lugar, a que el contenido de las resoluciones que hayan adquirido tal condición, no pueda ser dejado sin efecto ni modificado, sea por actos de otros poderes públicos, de terceros o, incluso, de los mismos órganos jurisdiccionales que resolvieron el caso en el que se dictó”.
Pese a que no lo desarrolla de manera expresa, jurisprudencia posterior interpretó que en los dos elementos señalados en la sentencia del Expediente N° 04587-2004-AA/TC se reconocían los aspectos formal y sustancial de la cosa juzgada o, en otras palabras, la “cosa juzgada formal” y la “cosa juzgada material” (véase a manera de muestra las resoluciones emitidas en los Expedientes N° 01220-2007-PHC/TC, N° 04501-2008-PA/TC, N° 05039-2008-PA/TC, y N° 03660-2010-PHC/TC).
Esta distinción, si bien ampliamente extendida, no es realmente correcta, en mi opinión. Ya el maestro Liebman (1946) señalaba que el concepto de “cosa juzgada” es uno solo, referido a la inmutabilidad, ya que “la cosa juzgada formal indica (…) la inmutabilidad de la sentencia como acto procesal; la cosa juzgada sustancial indica esta misma inmutabilidad en cuanto es referida a su contenido y, sobre todo, a sus efectos”, (p. 77) tratándose, en buena cuenta, de lo mismo visto desde distintas perspectivas. En tiempos más recientes, el profesor Nieva (2006) ha recalcado que la cosa juzgada formal y la cosa juzgada material persiguen el mismo objetivo: preservar el juicio emitido. Para dicho autor, “la cosa juzgada es un concepto único, que tiene por objeto evitar que juicios futuros desvirtúen juicios pasados”. (p. 92)
Volviendo al desarrollo de la garantía de cosa juzgada en la jurisprudencia constitucional, en la sentencia del Expediente N° 00054-2004-AI/TC, el Tribunal Constitucional precisó que la cosa juzgada era tan importante que “toda ‘práctica’ o ‘uso’ que tenga por fin distorsionar el contenido de una resolución que ha pasado en autoridad de cosa juzgada, debe ser sancionada ejemplarmente”.
De todo lo anterior, puede concluirse que, conforme con la jurisprudencia constitucional peruana, la garantía de la cosa juzgada forma parte del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, y consiste en la inmutabilidad de la decisión judicial, es decir, en que esta no puede ser alterada ni dejada sin efecto por ninguna autoridad, prohibición que se extiende a las autoridades de jerarquía superior e inclusive al mismo órgano jurisdiccional que emitió la decisión en cuestión. Como consecuencia de ello, tal decisión no puede ser recurrida y debe ser cumplida en sus propios términos.
Sin perjuicio de lo anterior, debe reconocerse que la cosa juzgada no es absoluta. El mismo Tribunal Constitucional así lo reconoce en la sentencia del Expediente N° 01279-2003-HC/TC, en donde refiere que la garantía de la cosa juzgada protege a las resoluciones firmes “sin perjuicio de que sea posible su modificación o revisión, a través de los cauces extraordinarios legalmente previstos”, que en el caso peruano podrían constituir el proceso de nulidad de cosa juzgada fraudulenta regulado por el artículo 178° del Código Procesal Civil en caso se argumente fraude o colusión, o el proceso de amparo contra resolución judicial, siguiendo las reglas del artículo 4° del Código Procesal Constitucional.
La existencia de tales mecanismos se basa en que la cosa juzgada tiene un fundamento práctico de oportunidad y utilidad, orientado a la generación de certeza y seguridad, de modo que, en ocasiones, tales fundamentos derivarán en su sacrificio, como ocurre de comprobarse que el proceso se llevó a cabo con un origen ilícito. (Hitters, 2001)
El derecho a la ejecución de las decisiones judiciales
Siguiendo al maestro Liebman (1946), resulta imperativo distinguir la eficacia de las resoluciones y la autoridad de cosa juzgada. En efecto, al margen de su inmutabilidad o no, las decisiones judiciales son de obligatorio cumplimiento en su calidad de mandatos de la autoridad judicial, conforme con lo dispuesto por el artículo 4° de la Ley Orgánica del Poder Judicial, sin perjuicio de que se pueda suspender su eficacia como consecuencia de la interposición de determinados recursos.
Lo anterior resulta más evidente si se tiene en cuenta que, en el ordenamiento procesal peruano, las sentencias emitidas en procesos constitucionales son de actuación inmediata incluso si son impugnadas, como dispone el artículo 22° del Código Procesal Constitucional; y que las sentencias de segundo grado emitidas en procesos laborales son ejecutables incluso si se interpone recurso de casación, ya que este no genera efecto suspensivo en tales procesos, como establece el artículo 38° de la Nueva Ley Procesal del Trabajo.
Es por ello que resulta pertinente distinguir entre el derecho a que se respeten las decisiones con autoridad de cosa juzgada y el derecho a la ejecución de las decisiones judiciales, sin perjuicio de que ambos constituyen manifestaciones del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva.
Ello no implica desconocer, como se señaló anteriormente, que el derecho a que se respete una decisión que ha adquirido la autoridad de cosa juzgada active el derecho a que tal decisión se ejecute; sencillamente, conlleva el reconocimiento de que el alcance de este último derecho trasciende de las decisiones con tal autoridad.
La ejecución de la sentencia favorable –y no solo la obtención de una resolución con cosa juzgada– es precisamente el objetivo al que apunta el ciudadano litigante al iniciar un proceso judicial: “De nada serviría haber tenido acceso a la jurisdicción, al proceso y a una resolución fundada en Derecho si luego ésta quedara sin cumplir”. (Chamorro, 1994, p. 303)
Lo ideal, por supuesto, sería que todo demandado, por el solo respeto a la autoridad judicial, diera cumplimiento espontáneo a las resoluciones judiciales. No obstante, el que ello no ocurra no puede implicar la frustración de la tutela. Como explica el profesor Picó i Junoy (2012), de no ser por este derecho, “las resoluciones judiciales se convertirían en meras declaraciones de intenciones, relegándose la efectividad de la tutela judicial a la voluntad de la parte condenada”. (p. 93)
El Tribunal Constitucional así lo ha entendido en la sentencia de los Expedientes N° 00015-2001-AI/TC, N° 00016-2001-AI/TC y N° 00004-2002-AI/TC, en la que se precisó que el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales es la concreción específica de la efectividad que reclama el derecho a la tutela jurisdiccional y, como tal, “garantiza que lo decidido en una sentencia se cumpla, y que la parte que obtuvo un pronunciamiento de tutela, a través de la sentencia favorable, sea repuesta en su derecho y compensada, si hubiere lugar a ello, por el daño sufrido”.
El derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales irradia sobre toda autoridad y persona al que se dirija un mandato judicial, pero este recae de manera particular sobre los jueces a cargo de la ejecución. Tales magistrados deberán adoptar las medidas oportunas para el cumplimiento de la decisión. De ello se desprende que este derecho puede ser vulnerado –y, por ende, configurar una situación de negativa de tutela jurisdiccional– si el juez a cargo no adopta medidas de ejecución en absoluto, si adopta medidas inidóneas o si permite que la decisión se vea burlada por fraude o simulación de la parte obligada. (Chamorro, 1994, p. 306)
Ahora bien, para que los jueces pueden adoptar tales medidas oportunas, es necesario que se encuentren investidos con poderes suficientes para tal efecto. Dicho de otro modo, deben contar con la posibilidad de acceder a medios compulsorios extraprocesales, es decir, mecanismos dirigidos a doblegar la resistencia de la parte renuente a cumplir con una resolución, tales como astreintes, contempt of courto medidas conminatorias. (Simons, 2003, p. 445)
En suma, el derecho a la ejecución de las decisiones judiciales se configura de esta manera como una manifestación vital del contenido del derecho a la tutela jurisdiccional, al tratarse del objetivo con el que se dio inicio al proceso judicial. Su importancia es tal que el Tribunal Constitucional afirma, en la sentencia ya referida de los Expedientes N° 00015-2001-AI/TC, N° 00016-2001-AI/TC y N° 00004-2002-AI/TC, que “es difícil que pueda hablarse de la existencia de un Estado de derecho cuando las sentencias y las resoluciones judiciales firmes no se cumplen”.
Sentencia del Tribunal Constitucional del Expediente N° 04479-2016-PA/TC
En la sentencia del Tribunal Constitucional emitida en el Expediente N° 04479-2016-PA/TC, se resuelve la demanda de amparo contra resolución judicial interpuesta por el señor Máximo Barrios Sarmiento contra los jueces del Primer Juzgado Mixto de Anta y de la Sala Civil de la Corte Superior de Justicia del Cusco.
En el marco del proceso subyacente, el señor Barrios había obtenido una sentencia firme favorable a sus intereses, en la que se ordenó a la Comunidad Campesina de Bari y a la Municipalidad Distrital de Zurite que le restituyera la posesión de la concesión minera Huayonay IV y que le pagara el valor de los bienes extraídos de dicha concesión minera.
Posteriormente, la Comunidad Campesina compró la concesión minera al señor Barrios y, como consecuencia de ello, solicitó se dé por concluida la ejecución de sentencia, al no ser ya necesario que restituya posesión alguna puesto que, mediante acto jurídico posterior, había adquirido un título propio sobre la concesión minera.
Tanto el Juzgado Mixto como la Sala Superior aprobaron dicha solicitud y declararon la conclusión de la ejecución. Es por ello que, en el proceso de amparo, el señor Barrios solicita la nulidad de ambas resoluciones.
El Tribunal Constitucional declaró fundada la demanda por considerar que se ve vulnerado el derecho a que se respete una resolución que ha adquirido la calidad de cosa juzgada, toda vez que las resoluciones objeto de amparo no habrían realizado un análisis sobre las obligaciones contenidas en la sentencia emitida en el proceso subyacente y su correlación con los hechos nuevos traídos a conocimiento de la judicatura.
De otro lado, el magistrado Espinosa-Saldaña Barrera elaboró un fundamento de voto, toda vez que, si bien se encuentra de acuerdo con estimar la demanda, considera que ello obedece a fundamentos distintos.
Dicho magistrado estima que la se ha vulnerado del derecho a la motivación de las resoluciones judiciales por presentarse vicios de motivación o razonamiento, empleando el análisis de procedencia de amparo contra resolución judicial que dicho magistrado ha venido defendiendo en varios fundamentos de voto. En tal sentido, considera que se configuran defectos en la motivación externa y motivación aparente, debido a que los jueces demandados no consideraron como premisa la sentencia firme emitida en el proceso subyacente, ya que no contrastaron las obligaciones derivadas del mandato judicial con las obligaciones sobrevinientes de origen contractual.
En primer lugar, es evidente que los actos jurídicos posteriores sobre asuntos objeto de sentencias con autoridad de cosa juzgada son perfectamente legítimos. La inmutabilidad de la sentencia no impide que los derechos reconocidos por esta sean, dentro del ordenamiento legal, objeto de actos jurídicos entre los sujetos involucrados.
Ingresando al análisis del caso en sí, resulta llamativo cómo la postura mayoritaria del Colegiado Constitucional y la postura del magistrado Espinosa-Saldaña Barrera, pese a concluir que los derechos vulnerados son distintos, coinciden en determinar el acto lesivo como la ausencia de una evaluación respecto de la correlación entre el mandato judicial contenido en la sentencia firme y las obligaciones asumidas mediante contrato privado posterior.
Así, ambas posturas aciertan en identificar la conducta lesiva que vició con inconstitucionalidad las resoluciones cuestionadas.
Respecto del derecho vulnerado, por un lado, es correcto afirmar que la conducta lesiva se despliega, en estricto, por la defectuosa motivación, consistente en la ausencia del análisis de contraste entre la sentencia y el contrato posterior. Se concluye, así, que sí nos encontramos ante una vulneración del derecho a la motivación de las resoluciones judiciales. Pero, el análisis no queda ahí, toda vez que dicha violación actúa como un vehículo para, a su vez, vulnerar otro derecho constitucional.
Parece intuitivo considerar que se ha afectado el derecho a que se respeten las decisiones que cuentan con autoridad de cosa juzgada, como sostiene la mayoría del Colegiado, si se considera a la coercibilidad como un efecto de la cosa juzgada.
Sin embargo, debe apreciarse que la declaración de conclusión de la ejecución no implica, por sí solo, una alteración de la decisión judicial anterior, sino que conlleva la consideración de que esta ha sido satisfecha íntegramente. En el presente caso, no obstante, se verifica que se dio por concluida la ejecución sin que se diera toda la satisfacción contenida en la sentencia, impidiendo que esta se traduzca plenamente en la realidad. Siendo así, no se ha lesionado la inmutabilidad, que es el elemento nuclear de la garantía de la cosa juzgada. Es por ello que, a mi juicio, resulta necesario incluir en el presente caso la vulneración del derecho a la ejecución de las decisiones judiciales.
Los tres derechos señalados tienen contenidos distintos, pero que se encuentran estrechamente vinculados: el derecho a que se respete una resolución que ha adquirido la autoridad de cosa juzgada garantiza en estricto su inmutabilidad, es decir, que esta no podrá ser alterada ni dejada sin efecto por ninguna autoridad; el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales garantiza que se adopten las medidas necesarias para que las decisiones susceptibles de ejecución se traduzcan en la realidad incluso ante la renuencia de la parte obligada; y el derecho a la motivación de las resoluciones judiciales garantiza la expresión de los fundamentos fácticos y jurídicos y la manera en que estos se aplican al caso.
Ello no implica que sea errado considerar que se vulnera el derecho a que se respete una decisión que ha adquirido la autoridad de cosa juzgada, ya que la coercibilidad –como se ha visto a lo largo del presente comentario– es un efecto de las resoluciones de tales características.
En conclusión, en el presente caso, el Tribunal Constitucional ha acertado al estimar la demanda y al identificar la conducta lesiva, pero, a mi juicio, ha debido también incluir en su análisis el derecho a la ejecución de las decisiones judiciales.
Referencias bibliográficas
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Daniel Reyna Vargas
Abogado por la Universidad de Piura
Asociado de Simons | Solución de controversias